Viví con miedo a la deportación y me negaron derechos básicos
Este artículo en primera persona está escrito por Luisa Ortiz-Garza, que vive en Toronto y es organizadora con la Alianza de Trabajadores Migrantes por un Cambio (MWAC).
Estaba fuera de la reunion del gabinete liberal federal en Hamilton, liderando una manifestación de 200 inmigrantes, personas indocumentadas y simpatizantes. Me paré bajo una pancarta de color rosa brillante que decía “Estatus para tod@s”. Comencé mi discurso presentándome.
“Mi nombre es Luisa y yo era indocumentada”.
Eso fue en enero de 2023. Hasta el día de hoy, decir en voz alta que era indocumentada me da miedo.
Tenía 24 años cuando llegué a Canadá desde Guadalajara, México, en 2006. Mis padres y hermanas ya habían emigrado a los Estados Unidos, porque encontrar trabajo en México era difícil. Había terminado una licenciatura en artes visuales en México, y después de casi un año de búsqueda, el único trabajo que pude encontrar fue uno mal pagado en un centro de llamadas. Ese lugar solo contrataba a personas con diplomas de preparatoria para pagar salarios más bajos, así que mentí sobre mi título universitario. Es por eso que también decidí venir a Toronto con la esperanza de encontrar un trabajo y una vida mejor, porque no había muchas oportunidades laborales para mujeres jóvenes como yo en México que garantizaran un futuro.
Unos meses después de mi llegada, conocí a mi ahora esposo, quien también era de México y vivía en Canadá. Nuestras visas de turista estaban por vencer, pero decidimos arriesgarnos a quedarnos aquí aunque eso significaría que no tendríamos documentos. Teníamos miedo de quedarnos sin papeles, pero también sentíamos que no teníamos opciones. Estaba embarazada y no teníamos nada a que volver a México.
Nuestro primer hijo nació en 2008. En ese momento, yo trabajaba en una planta empacadora de frutas y verduras en Mississauga, Ontario. Tan pronto como mi gerente se enteró de que estaba embarazada, me despidieron. Como no era residente permanente ni ciudadana, acceder a los beneficios del seguro de desempleo no era una opción. Estar embarazada y sin trabajo se sentía como si estuviera cayendo del cielo sin paracaídas. Sabía que lo que hizo mi gerente no estaba bien, pero tenía que estar callada porque era indocumentada.
Era solitario y aterrador tener un recién nacido sin familia extendida ni apoyo. Vivíamos de cheque en cheque. Mi esposo tuvo que trabajar en varios trabajos para ganar lo suficiente para que sobreviviéramos.
En 2013 nació nuestro segunda hija. Tuve que trabajar como limpiadora hasta tres días antes del parto para pagar los miles de dólares que necesitábamos para pagar los costos del hospital. En el momento del nacimiento, el anestesiólogo se paró afuera de la puerta y se negó a entrar hasta que le pagáramos en efectivo. Ni siquiera nos dio un recibo.
Cuando mi esposo tuvo un accidente en el trabajo en 2013 mientras usaba una sierra circular, sus compañeros de trabajo quisieron llamar a una ambulancia pero él se negó a pesar de que casi pierde los dedos.
De camino al hospital en el taxi, tuvo que ignorar su dolor para concentrarse en qué decirles a los médicos. Si informaban sobre el accidente, podrían haber surgido preguntas sobre su estatus. Por eso dijo que estaba trabajando en un proyecto en su casa y pagó los costos del hospital a plazos durante más de un año.
No podíamos seguir viviendo así.
Nuestros hijos estaban creciendo y hacían más preguntas, como por qué no podíamos viajar a otros países. Es por eso que en 2016 iniciamos el único camino hacia la residencia permanente disponible para personas indocumentadas: la solicitud de razones humanitarias y compasión.
El proceso de solicitud fue aterrador. Tuvimos que salir a la luz ante los funcionarios de inmigración canadienses y ponernos un blanco en la espalda para la deportación mientras esperábamos una respuesta. Fue increíblemente costoso para nosotr@s, porque yo trabajaba como limpiadora a tiempo parcial y mi esposo trabajaba en la construcción. A amb@s nos pagaron por debajo de la mesa, por lo que juntar los casi $ 3,000 solo en tarifas de solicitud fue un desafío.
También se nos pidió que incluyéramos cartas de apoyo y teníamos que informar a amig@s y colegas sobre nuestro estatus. No sabíamos cómo reaccionarían a nuestra noticia. Es por eso que mi esposo y yo planeábamos estrategias sobre el “momento adecuado” para mencionarlo. Siempre fue una conversación incómoda, pero afortunadamente tod@s nos apoyaron.
Casi al mismo tiempo que solicité el estatus de residente permanente, sabía que tenía que hacer más, no solo por mis amig@s y familiares, sino también por el estimado medio millón de inmigrantes indocumentad@s en Canadá. Me uní a No One Is Illegal – Toronto, un grupo activista formado por personas como yo. Unos años más tarde, comencé a trabajar en la Alianza de Trabajadores Migrantes por un Cambio (Migrant Workers Alliance for Change).
Después de más documentos, fotos, exámenes médicos y huellas dactilares, finalmente fuimos aprobados. Tres años de miedo constante esperando una llamada o un rechazo. Trece años de ser indocumentada.
Me sentí tan aliviada y feliz cuando nuestras tarjetas de residente permanente (PR) finalmente llegaron por correo en 2019. Lo primero que hicimos fue decírselo a nuestro hijo de 11 años y a nuestra hija de seis años. Hasta entonces, les escondíamos que no teníamos papeles de inmigración. Eran muy jóvenes y habíamos vivido con el temor de que accidentalmente le dijeran a alguien que éramos indocumentad@s y sin darse cuenta pusieran en riesgo a nuestra familia. Fue una carga que me afectó mental, emocional y físicamente. Eran demasiado jóvenes para comprender el significado de esto, pero con el tiempo han llegado a apreciar los cambios en nuestras vidas, como cuando compramos nuestro primer automóvil o hicimos nuestro primer viaje fuera de Canadá.
Tener una tarjeta de residencia permanente también significaba que podíamos vivir sin miedo. Pensé en todos esos momentos en los que nos silenciaron, como cuando mi esposo resultó herido o me despidieron sin motivo por mi embarazo. Encendió un fuego dentro de mí, y la tarjeta de residencia permanente me dio el poder de hablar y luchar por la igualdad de derechos para tod@s. Quería apoyar a otr@s, como nuestr@s amig@s nos habían apoyado durante nuestro proceso de solicitud.
Aunque mi familia obtuvo la residencia permanente, muchas personas no pueden presentar una solicitud y más del 70 por ciento son rechazados.
Es por eso que la promesa de regularización del primer ministro Justin Trudeau en diciembre de 2021 fue tan significativa para personas como yo. La regularización no significa derechos especiales; significa vivir con dignidad. Significa entrar en un hospital o una escuela sin tener que susurrar que no tenemos estatus. Significa poder protegernos de un mal jefe como cualquier otra persona que viva aquí.
Tener el estatus de residente permanente ha cambiado mi vida. Estoy por terminar una licenciatura en Estudios Indígenas. En diciembre de 2022 viajamos por primera vez desde que llegamos a Canadá para ver y abrazar a familiares que nos habíamos acostumbrado a ver solo en una pantalla. Después de casi 17 años, mi esposo pudo abrazar a sus padres, hermanos, sobrinas y sobrinos. Visitó la tumba de su hermana; ella murió mientras éramos indocumentad@s en Canadá. Nunca tuvo la oportunidad de despedirse de ella, e ir a su tumba fue el cierre.
Tengo suerte, pero mucha gente no. Ha pasado más de un año desde la promesa de Trudeau, y todavía estamos esperando un programa de regularización que otorgue la residencia permanente a tod@s.
Escribir esto tan públicamente todavía no es fácil para mí. Tengo mi residencia permanente pero los años de vivir con miedo y en crisis no me han dejado. Pero debo hablar para que entienda cómo es para sus vecin@s y amig@s. Vivimos aquí y queremos vivir una vida digna e igualitaria y eso solo es posible cuando todos tenemos el estatus de residente permanente.
Luisa Ortiz-Garza nació en la Ciudad de México y creció en Guadalajara, México. Emigró a Canadá en 2006. Ella y su pareja estuvieron indocumentad@s durante los primeros 13 años que vivieron en Canadá. Es madre, activista y organizadora con trabajadores migrantes.